En el evangelio de ayer domingo 7 de Septiembre (Mateo 18,15-20); encontré una de las lecciones más importantes de mi vida. Se trata de la función cristiana que tienen nuestros padres y maestros de hacer de nosotras personas de bien.
Hasta ahora cada que recibía una reprimenda por algún error que hubiese cometido, la sensación era de molestia, frustración y hasta mal genio con la persona que me estaba corrigiendo. El sacerdote ayer en la eucaristía se refirió a estos actos como “la corrección fraterna” nos explicó, que para corregir hay que hacerlo con cariño.
Equivocarse es parte de nuestra naturaleza humana, pero corregir nuestros errores y respetar y valorar a quienes nos corrigen es muestra de nuestro amor a Dios y a los demás.
Hace algunos días me llamaron la atención por algo que en principio consideré injusto por estar en medio de un conflicto, pero ahora sé que no solo se falla al quebrantar una norma, también se falla cuando somos indiferentes si vemos a otros quebrantarla. No ser indiferente no significa meternos en el conflicto sino hacer lo que esté a nuestro alcance para solucionarlo.
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